Había
pensado que Nueva York ya había cumplido su papel
en mi existencia, no porque no me gustara sino porque
hay tanto pendiente por conocer. Hacía 20 años
había viajado a la ciudad de la gran manzana, pero
me había quedado en la casa de gente generosa que
vivía en New Jersey, por suerte esa gente, aunque
escasa, no desaparece. El propósito principal de
esa visita fue entrevistar al artista Alfredo Jaar, que
tenía su taller en Wall Street. Descubrimos que
teníamos en común nuestra admiración
por el médico y escritor martinicano Franz Fanon.
Veinte
años más tarde viajo invitada por mi hija,
una experiencia inesperada. Desde luego el lugar es siempre
secundario, lo importante era verla en su nuevo entorno.
Había tenido que dejar su puesto en La Habana antes
de terminar su misión para tomar nuevos rumbos
en la sede principal de la ONU en Nueva York. Surrealista
en mi imaginario, pero realista para esta joven tan trabajadora
y ambiciosa que salió un 27 de julio de mi barriga.
Después de varios tiras y aflojas por cuestiones
de indefición de mi situación laboral decidimos
mi viaje para el miércoles 3 de junio, me quedaría
hasta el 13. Apuraba la causa porque no sabíamos
cuánto tiempo más se quedaría Lorena
en NY. Contenta me puse a planificar detalles de mi viaje,
tenía mucho que dejar en orden en casa y quería
terminar un vestido que estaba cosiendo a Lorena. Mi amiga
Lelis se había ofrecido a quedarse en casa para
que mis plantas no se secaran de tristeza y Maurice, el
gato que cohabita en mi casa, no se sientiera solo y despisatado
en esta vida.
Attila me fue a dejar a Lund para alcanzar un tren que
me llevara a tiempo al aeropuerto. No había conexión
con Copenhague tan temprano desde casa. El vuelo salía
a las 07:50. Todo normal a la ida. El vuelo hizo una corta
escala en Heathrow y siguió rumbo a Newark, New
York. A mi llegada me esperaba Guilhem, pero no mi maleta
rosada. Fuimos a la oficina de reclamos de la British,
la aerolínea en la que viajaba. Me dieron una tarjeta
visa con 50 dólares y me mandaron a casa con el
cuento de que al día siguiente tendría mi
maleta, luego de verificar que seguía en Copenhague.
Lorena nos esperaba fuera del departamento.
Fuimos a comer a un restaurante griego. Yo pedí
mis consabidas chuletas de cordero. Ese fue el inicio
de una linda e inolvidable estadía en Nueva York,
cuyo amplio registro fotográfico forma parte de
este sitio.
Dormí (y ronqué) cómodamente en el
sofá de la sala, me acostumbré a los desayunos
de café con leche y a la charla y compañía
de Guilhem mientras Lorena estaba en su trabajo. Me encantó
nuestro paseo por la librería-café...pequeñas
cosas importantes, como diría el I-Ching.
La nota discordante fue el extravío de mi maleta.
Diariamente llamábamos a distintos teléfonos
intentando seguirle la pista. Tampoco resultaba mirar
el sitio webb de la aerolínea porque no funcionaba,
al menos para nosotros. Al tercer día de mi llegada
fuimos de compras con Lorena, al sector del Rockefeller
Centre. Me compré pantalones, poleras y sandalias
para cambiarme.
Me dio mucha satisfacción ver a mi hija en su oficina,
era uno de los puntos más importantes de este encuentro.
Me presentó a sus compañeros de trabajo
y se preocupó de que no mostrara los hombros...contra
las reglas (!). Desde su oficina tiene una vista privilegiada
de Manhattan, un detalle estimulante en un trabajo que
a veces es árido. Vi a mi hija preciosa, habilosa
y trabajadora haciendose camino en la vida. Me siento
muy orgullosa de ella.
El noveno día, es decir el día anterior
a mi partida, apareció mi maleta. La trajeron a
las 6:30 de la madrugada. Como sea, poco de lo que había
llevado me hubiera servido. Ahí no terminó
la historia de la maleta. A mi regreso, esta vez de JFK,
el vuelo salió atrasado, llegó consecuentemente
atrasado a Heathrow y perdí la conexión
con Copenhague. Estuve 8 horas dando botes por el aeropuerto,
acumulando cansancio e indignación. En vez de llegar
a casa a las 16:10 llegué a la media noche, en
taxi porque los trenes habían dejado de pasar.
Con Lorena iniciamos un reclamo por el retraso. Escribimos
largas cartas explicando el daño material, moral
y palcarajo que me había causado el retraso, mandé
todas las boletas que había acumulado y pronto
ingresó a mi cuenta 1000 dólares de compensación
por el sufrimiento causado. Como sea, si la maleta no
se hubiera perdido no habría podido comprar nada
porque los 60 dólares que llevaba para mis gastos
me habrían alcanzado para un paquete de chicles,
de los baratos.
Mi hija me fue a dejar al aeropuerto. Parece que la nostalgia
me juega malas pasadas porque no pude evitar llorar amargamente
al momento de separarme de mi niña. Es la ley de
la vida, como decía mi madre, pero cuesta aceptarla.