R E L A T O S


EL PRONÓSTICO DEL TIEMPO

(Octubre, 2012)


El despertador sonó a las  7:30. Winston abrió los ojos y se quedó quieto en la cama un par de minutos adecuando sus sentidos a la súbita vigilia. No solía recordar sueños, pero cuando ocurría se quedaba un rato más tratando de descifrar qué querría decir todo aquello. Le extrañaba que los lugares que conocía muy bien estando despierto fueran siempre diferentes en el sueño; no terminaba de comprender por qué la casa donde había crecido y que recordaba  en detalle, era siempre diferente cuando dormía. Había llegado a pensar que las cosas y las personas tenían dos vidas: la del sueño y la de la vigilia. Esa mañana no recordaba nada de modo que sin demora saltó de la cama con toda la energía que le permitían sus 75 años y se puso la misma ropa que llevaba el día anterior, y el anterior. Se cambiaba ropa sólo cuando se duchaba, lo que ocurría cada sábado por la mañana, después del desayuno. Ya vestido miró la cama desordenada pero no se inquietó, tenderla era tarea de media mañana, igual que cepillarse los dientes. Se lavó la cara, se  peinó, se organizó un poco la barba y quedó pronto para empezar el día.

En la cocina se fue derecho al ordenador que estaba sobre la mesa y lo encendió. Mientras éste iniciaba su marcha se concentró en los preparativos del desayuno: sacó el paquete de café Zoéga “Skånerost” del estante donde guardaba los utensilios del desayuno, sacó la pinza que cerraba el envase y acercó la nariz. Winston no era un hombre especialmente fijado en aromas y perfumes pero el olor del café negro tostado despertaba, y consumía, toda su capacidad olfativa. El aroma intenso que salía del paquete lo transportaba a un Brasil de infinitas plantaciones de cafetos cargados de racimos de hermosas flores blancas que luego se transformaban en granos verdes y rojos que luego, gracias al tostado especial de Escania, la provincia donde vivía, se transformaban en fuente del brebaje con el que iniciaba sus días desde que tuvo edad suficiente para beber café. Tomó la cucharilla de plástico verde que usaba como medida y la llenó tres veces dejando caer el café molido en el filtro de la cafetera. Puso dos tazas y media de agua en el depósito y apretó el botón para que la máquina hiciera su trabajo. Como cada mañana Winston puso sobre la mesa un mantel de plástico individual con la reproducción de un cafetal. El aroma que despedía la cafetera y la imagen del mantel no terminaban por sacarlo de su ensueño cafetero. Entre nubes sacó del refrigerador la margarina, el frasco de mermelada de naranjas y una rodaja de jamón cocido, luego metió dos rodajas de pan integral en la tostadora y terminó los preparativos poniendo sobre el mantelito un plato para el pan y dos cuchillos de madera.

Mientras el ruido de la cafetera anunciaba que el café estaba en marcha se sentó brevemente frente al ordenador. Había aprendido a usar la opción “favoritos”, con la que llegaba directamente la página del Instituto Meteorológico e Hidrográfico Sueco (IMHS), confirmó la fecha del día, escogió el pronóstico detallado y pinchó “imprimir”. Tenía una mini-impresora puesta en un estante cercano al computador de modo que no necesitaba moverse de la cocina para ir a recoger la hoja impresa. Le había costado entender cómo funcionaba el ordenador, acostumbrado desde que tenía memoria a escuchar la radio local para enterarse de lo que pasaba más allá de las dos o tres habitaciones donde había vivido.

La cafetera chillando su último esfuerzo por hacer pasar hasta la última gota de agua por el filtro anunciaba que el café estaba pronto. Winston llenó su tazón con café humeante, lo dejó  en la esquina superior derecha de su individual y antes de sentarse retiró la hoja con el reporte del tiempo. Satisfecho de que todo marchara a la perfección se sentó a disfrutar de su desayuno. Una de las tostadas la untaba con mantequilla y luego le ponía una lonja de  jamón y la otra la untaba con mantequilla y mermelada, y las comía en ese orden. Su café lo bebía con un chorrito de leche y sin azúcar para prevenir la diabetes, que afortunadamente todavía no había golpeado a su puerta. Dispuesto a iniciar su lectura miró en primer lugar la hora en el reloj de pared y la temperatura en un termómetro gigante que estaba al lado del reloj y las comparó con las cifras del informe: 08:00 y 24 grados indicaban los aparatos caseros, el informe indicaba: 08:00=10 grados, parcial nublado. Miró a través de la ventana que estaba justo en el lado donde estaba la mesa para comprobar las nubes y mirar el termómetro que había pegado en la parte exterior de la ventana: 11 grados.

No veo que el cielo esté tan gris, y un grado de diferencia, observó; puede ser porque mi termómetro está pegado al edificio y eso debe subir la temperatura un poco, pero de todos modos es un grado, concluyó algo perturbado y sorbió un poco de su café; le molestaban las imprecisiones del pronóstico. Profesionales que habían estudiado física y cuestiones de la atmósfera unos cuantos años, y que contaban con instrumentos de alta precisión, a diferencia de su termómetro exterior, debían dar confianza a la gente. Winston anotaba las incongruencias cometidas por los meteorólogos durante la semana y los domingos mandaba un mail a la sección de contactos del IMHS indicando los errores cometidos y consejos de cómo mejorar el trabajo. Nunca recibía respuesta, tampoco la esperaba; pero no desmayaba en su disciplinado cometido.

El otoño ya había empezado a teñir los árboles de naranja, rojo y marrón de modo que los 11 grados eran previsibles. Siguió leyendo la columna de la evolución de la temperatura durante el día haciendo comparaciones mentales con el día anterior; afortunadamente a Winston todavía la memoria no le fallaba, especialmente en el área de la meteorología. La mínima había marcado 9 grados y la máxima sería de sólo 12 grados. Igual que ayer, se dijo: se nos está viniendo el frío encima, murmuró, y un escalofrío recorrió su cuerpo. Veía los árboles moverse según los antojos del viento y las hojas caídas formaban una alfombra interminable: parecía que los del tiempo habían acertado en los 9 m/s, dirección este. Habrá que ponerse abrigo y gorro, predijo y miró la hora para volver a revisar el informe: 9:10 en el reloj, 09:00=10 grados leyó.  Hora de activarse, dijo con la voz de mando a la que recurría para que su cuerpo reaccionara. Recogió los platos de la mesa, lavó lo que había usado y guardó el envase con margarina y el frasco de mermelada en el refrigerador y fijó el informe del tiempo en la puerta con un imán en forma d­e corazón.

Winston se quedó parado un rato frente al corazón: se lo había regalado la nieta que vivía en Singapur la última vez que había estado de visita en el país. El trabajo diplomático de Ulf, su hijo menor, lo había mandado con familia y perro a países con climas muy diferentes; pero nunca se había animado a visitarlos. Su miedo a volar y su incomodidad por los viajes largos lo habían mantenido en el mismo lugar casi toda su vida: Marieholm. El corazón pareció palpitar al compás del suyo y lo retrocedió en el tiempo. Había nacido en Eslöv y recién terminada la escuela básica había decidido que los estudios no eran para él por lo que había buscado trabajo en la fábrica de telas de Marieholm que cumplía sus primeros y prósperos 55 años y gozaba de gran prestigio en la zona. Justo 55 años después Winston pertenecería al pequeño grupo de veteranos que cerrarían para siempre la fábrica. Ahora el enorme edificio era un fantasma que intentaba reanimar un grupo de visionarios con una serie de puestos de objetos de segunda mano.

Durante sus primeros tres años de obrero textil había viajado todos los días los 12 kilómetros que los separaban del hogar familiar; pero al cumplir los 19 años había decidido que era hora de independizarse y buscó un pequeño departamento en el mismo Marieholm, con lo que redujo los viajes a Eslöv a los fines de semana. Aprovechaba para hacer compras de supermercado y visitar a sus padres, que lo esperaban con almuerzo en la mesa: Winston era hijo único. Su nombre no era típico sueco; su madre lo había escuchado en alguna noticia sobre algún país extranjero y se le había quedado pegado en la memoria. De este modo su apellido Persson, de los más corrientes en Suecia, tendría un rebote distinguido gracias al nombre.Ya entrados los 22 años Winston había conocido a Ulrika, una joven hermosa y vivaz oriunda de Landskrona, una ciudad de 27200 habitantes situada en la costa del estrecho, tres veces más grande  que Eslöv y casi 30 veces más que Marieholm. Winston se sentía como una hormiga frente a la autoconfianza  y “mundo” que irradiaba  Ulrika, con seguridad gracias a la vida en una ciudad grande. Pese a que él se había fijado en ella desde el primer momento que la vio había sido ella la que había iniciado el contacto. Winston era tímido, pero era bien parecido y con un físico envidiable, pese a que nunca se le vio practicar un deporte. Tenía un trato agradable y no hablaba mucho, lo cual favorecía los monólogos de sus interlocutores.

Ulrika tenía dos años menos que Winston, había terminado el bachillerato y le gustaba ir al cine y leer; no se hacía grandes problemas en viajar 23 kilómetros para ir a su trabajo y siempre se la veía sonriente. Cuando conoció a Winston había decidido que se casaría con él, y eso hizo un años más tarde. Hasta que nació Björn, el primer hijo siguieron viviendo en el departamento de Winston pero luego se cambiaron a uno de dos dormitorios, uno para el matrimonio y otro para los dos hijos que llegaron con una diferencia de dos años. Ulrika era una excelente madre, siempre estaba preocupada por los muchachos, hacía lo que podía para ayudarlos en sus deberes escolares y los estimulaba para que estudiaran una profesión y conocieran el mundo. Winston era feliz: tenía una mujer espectacular que sus compañeros le envidaban, dos hijos sanos e inteligentes y un trabajo estable. Nada parecía enturbiar su paraíso, por eso, cuando Ulrika le comunicó que se iba a vivir a Malmö necesitó varios minutos para entender el significado de las palabras que pronunciaban apresuradamente los bellos y carnosos labios de su mujer.

Hundido en el sillón donde todas las tardes se sentaba a mirar televisión le había dado vueltas a esas palabras intentando conectarlas con gestos y hechos que apenas había advertido en su momento. Ulrika se había vuelto huraña, malhumorada y hasta fea después de que Ulf  había dejado la casa para irse a ciencias políticas en Lund. No tenía ganas de salir a caminar por las tardes, lloraba sin razón, y ni siquiera quería ir a Eslöv a visitar a los suegros los fines de semana, como siempre lo habían hecho: la bella joven de otros tiempos parecía una momia de mil años. Winston estaba confundido, nada de eso había ocurrido cuando Björn  se había ido a estudiar a la capital para luego instalarse  en Hamburgo y formar una familia propia. Atribuyó el cambio a la menopausia y esperó a que se le pasara, pero en vez de ver recompensada su paciencia, Ulrika le había disparado no sólo que lo dejaba, sino que ya  había conseguido un trabajo y le había dado los papeles de divorcio para que los firmara. Desde luego, Winston no quería que su mujer se fuera pero no hizo nada para que cambiara de opinión; no estaba en su carácter obligar a nadie a nada. Cuando se cumplieron dos años de la partida de su mujer aceptó que no habría un reencuentro y concluyó que nunca acabaría por entender a las mujeres y cerró para siempre el capítulo mujeres.

Carraspeó para sacarse el mal recuerdo de la cabeza y miró el reloj nuevamente: el tiempo se iba volando. Apresuró los pasos hacia el dormitorio, era hora del aseo: tendió su cama y luego se cepilló los dientes frente al espejo del baño.  No pudo evitar mirarse, ya casi no tenía pelo, pero al menos la barba, a estas alturas totalmente blanca, seguía sin perder fuerza. Todavía tenía todo su pelo cuando Ulrika lo había dejado, incluso le quedaba algo de su color rubio original. Solía tomarse su tiempo en estos menesteres, que también comprendían pasar la aspiradora, ver si había algo fuera de lugar en la sala y asegurarse de que los dos maceteros con pastoras rojas tuvieran agua suficiente para pasar el día. Se sentía orgulloso de que sus plantas hubieran sobrevivido dos años desde que las había rescatado de una liquidación de plantas de navidad en el supermercado. Vivía en el tercer piso de uno de los pocos edificios de departamentos del pueblo, el mismo en el que había vivido de soltero y luego de casado. Ahora disponía de tres espacios: la sala, el dormitorio y la cocina; en total tenía 54 metros cuadrados para dar vueltas. Por la ventana de la sala miraba hacia la plaza de estacionamientos; hacia la izquierda podía ver la línea del tren que había perdido su función de comunicación con otros pueblos y por la que sólo desfilaban unos pocos trenes de carga; hacia la derecha veía otros edificios de departamentos. Las ventanas de la cocina y el dormitorio daban hacia el campo abierto: al inicio de la primavera podía ver la infinita alfombra de colza florida que teñía todo de amarillo. Se acercaba a mirar por las ventanas varias veces durante el día, bien se podía decir que a través de esas ventanas había visto pasar el último tercio de la historia de Marieholm.

Cuando guardaba la aspiradora ya era hora de empezar con el almuerzo. Su dieta consistía en gran medida en cosas precocinadas y congeladas: albóndigas de carne, pescado empanado, pittipanna (trocitos de carne y papas fritas)  y dos tipos de salchichas. La decisión difícil era si acompañaba esto con papas, tallarines o arroz, que preparaba él mismo, pese a que ahora hasta las papas se podían comprar congeladas. Pensaba el menú durante el día anterior, y después de cenar, sacaba del congelador lo que necesitaría. Para hoy había escogido albóndigas (ocho era el número que escogía), que acompañaría con papas, como es la costumbre. El toque especial era la salsa marrón con la que bañaba las papas, y la mermelada de arándano rojo que ponía en abundancia, esta mermelada era su debilidad. Desde que había leído que el consumo de tomate disminuía en un 50% la posibilidad de trombosis, cortaba un tomate para acompañar  su comida;  y para beber siempre tenía agua mineral, un hábito de muy largo aliento. Winston no bebía alcohol ni fumaba: nunca se le había ocurrido hacerlo, pero le gustaba el picor que producía el agua mineral en la garganta. A las 12:30 ya estaba sentado a la mesa con su plato servido y la hoja con el pronóstico del tiempo que sujetaba el corazón. Mientras saboreaba su almuerzo revisaba la evolución del tiempo: reloj y termómetro de la cocina, termómetro exterior versus la información del reporte y anotaba comentarios respecto a las diferencias que podía notar entre sus observaciones y las del pronóstico oficial. A las 13:30 ya había raspado el plato y había bebido dos vasos de agua. Volvía a pegar la hoja al refrigerador, lavaba los platos y ollas con mucha calma y luego de dejar todo en orden se iba al living a mirar un poco de televisión. Se llevaba un café recalentado del que había sobrado en la mañana y una rosca de canela: no podía vivir sin ellas, descongelaba una cada día. Le gustaba ver el programa de Oprah, aunque todos los capítulos eran repeticiones. A mitad del programa se quedaba dormido y despertaba cuando otros personajes se habían adueñado de la pantalla. Se levantaba del sillón y se iba al rincón de la sala donde tenía una mesita con modelos de botes para armar, una actividad que había empezado durante su período de soltero y que había abandonado cuando la familia demandaba todo el tiempo que no estaba en la fábrica. Después de su jubilación armar botes  se había convertido en su actividad principal; en realidad, en la única. Retomaba lo que estaba haciendo y trabajaba concentrado mientras escuchaba la radio. Distintos programas pasaban por sus oídos sin que ninguno en particular se detuviera en su memoria. Solía demorar entre tres semanas y un par de meses en terminar un barco, dependiendo de la complejidad del modelo. Había llenado de barcos el departamento, a veces hasta tenía dos ejemplares del mismo modelo, todos prolijamente ejecutados. Esta afición le consumía una parte importante de su presupuesto: el valor de los modelos que él compraba fluctuaba entre las 100 y las 2000 coronas; pero los había más caros Ésta era la única extravagancia que le permitía su modesta jubilación.

 Como si tuviera un reloj despertador en el cuerpo, a las seis de la tarde levantaba la vista y daba por terminada su jornada, dejaba el rincón y se iba a la cocina a calentar una de las sopas que compraba ya preparadas: era su cena. Acompañaba la sopa con dos rodajas de pan negro untado con mantequilla, más una lonja de queso y rodajas de pepino de ensalada o pimiento rojo. Sacaba el pronóstico de la puerta del refrigerador, volvía a controlar las cifras y agregaba anotaciones. Una hora más tarde ya había despachado su cena y tenía todo en orden nuevamente. También había alcanzado a decidir su almuerzo del día siguiente, para sacar lo necesario del congelador. A la hoja del pronóstico le hacía dos hoyos con el perforador que estaba al lado del impresor y luego lo archivaba en una carpeta roja. Tenía una carpeta por año, todas de color rojo. Se fue a la sala con la carpeta bajo el brazo dispuesto a ver el noticiero de las 21 en el canal 2, pero como recién eran las 19:30 repasaría algún capítulo de El Nuevo Libro de los Meteorólogos, de Holmgren y Bernes. El libro contenía muchas fotos y gráficos que explicaban cómo funciona el tiempo y las consecuencias de los cambios climáticos; éste último, un tema que a Winston le había abierto los ojos. Hasta no hacía mucho no se fijaba gran cosa en el despilfarro de electricidad que él producía y del daño medioambiental que eso podía ocasionar; pero ahora tenía mucho cuidado en no encender más luces de las indispensables y había reemplazado el uso de bolsas plásticas para por bolsas de tela, que resistían mucho más.

El noticiero duraba hasta las 22:15; incluía noticias internacionales, nacionales, cultura, deporte, noticias locales y el tiempo. Aunque el mundo quedaba muy lejos, en algún momento había firmado una lista en contra del apartheid en Sudáfrica, cuando Mandela estaba prisionero. Pobre hombre, ¿qué culpa tenía de haber nacido con la piel oscura? No por eso lo iban a maltratar y meter en la cárcel, había reflexionado. Nunca estuvo de acuerdo con eso. Ahora lo tenía desorientado tanta guerra por todos lados ¿sería tan difícil ponerse de acuerdo?  Winston había votado toda su vida por el partido socialdemócrata porque mal que mal gente del partido había construido el sistema de bienestar que permitía que gente sin tanto estudio como él pudiera vivir dignamente, incluso gente con poca educación había llegado a ser primer ministro: eso sí que era democracia, estaba convencido Winston. Cuando llegaba el momento de las noticias locales, la emisión se dividía y cada provincia cubría su área. Siempre había puesto atención a las noticias de Escania, pero nunca había escuchado o visto nada sobre Marieholm: pareciera que no existe, repetía cada vez algo molesto.

La parte del noticiero a la que más ponía atención era el tiempo. A veces aparecía un joven con melena muy larga para su gusto y otras, alguna joven atractiva, pero no como para desviar su atención de lo central. Lamentaba que justo esta parte fuera tan breve, y para no perderse nada, durante las noticias locales había tomado la precaución de abrir la carpeta en la última hoja. Le fascinaba ver los recursos que tenían para mostrar el desplazamiento de nubes o si iba a llover o a brillar el sol. Invariablemente el informe del tiempo no mencionaba a Marieholm, pero normalmente entregaba antecedentes de Escania que le permitían completar su pronóstico. La evolución de la temperatura el día de hoy, sumada al aspecto que presentaba el cielo y el movimiento de los árboles lo habían convencido de que al día siguiente la mínima bajaría a 7 grados y la máxima se mantendría en 12. Veremos, pensó frotándose las manos en un gesto desafiante. Cerró la carpeta, la puso en el estante de la cocina y se fue al dormitorio.

En cama leyó un par de páginas de una novela del famoso inspector Kurt Wallander, de Henning Mankell, un escritor muy conocido en Suecia y en el extranjero. Ulrika lo había llevado al cine a ver alguna de las películas del inspector, pero cuando cambiaron al actor que lo representaba, Winston había perdido el interés por el séptimo arte. Apagó la luz y esperó a que el sueño invadiera sus sentidos. Le gustaba ese momento de silencio y de completa nada: el mundo desaparecía, y él se diluía en la oscuridad.

A la mañana siguiente despertó antes de que sonara el despertador, pese a que lo había puesto media hora antes de lo usual. Era sábado y muchas cosas ocurrían este día. En vez de vestirse, se puso las pantuflas y se fue a la cocina a preparar su desayuno. Imprimió el pronóstico del tiempo y se sentó a desayunar. Los sábados leía el pronóstico con especial cuidado porque era el día en que iba a Eslöv a hacer las compras de la semana. Sus padres habían fallecido hacía unos años así que su visita a la ciudad se había reducido al supermercado.

Una sonrisa iluminó su rostro al comprobar que su pronóstico coincidía con el del IMHS. El termómetro de la ventana seguía marcando un grado de más, pero casi se había resignado a que siempre habría esa diferencia. Terminado su desayuno dejó la cocina en orden y se dirigió al baño a tomar la ducha de la semana. La ropa limpia estaba en la silla, como siempre la dejaba los viernes antes de acostarse. Disfrutaba esos minutos bajo el agua caliente. Se lavó el pelo que le quedaba, se frotó el cuerpo con un jabón líquido con olor a miel, se secó cuidadosamente y antes de ponerse la ropa limpia se repasó la barba. Terminó su proceso de acicalamiento con unas gotas de Old Spice que lo hicieron sentir como nuevo. Tendió rápidamente la cama y se preparó para salir: se calzó sus zapatos Ecco, se puso una chaqueta gruesa, gorro y una bufanda de lana. Pese a que la parada del bus quedaba a unos diez metros de la puerta de su edificio y pasaba a las 10:09, según el horario, salía de casa invariablemente a las 09:45, no le gustaba apresurarse. Prefería esperar un poco a correr el riesgo de perder el bus, que los sábados pasaba cada dos horas. Llegó a la estación de Eslöv a las 10:26 y a los pocos minutos tomó el autobús que lo dejó en la puerta del supermercado. Tenía casi dos horas para hacer las compras, el bus de regreso a Marieholm salía a las 13:28. Con lista en mano recorría tranquilamente los pasillos del supermercado escogiendo lo que necesitaba. Estaba de buen humor. Como siempre, le sobraba tiempo y el almuerzo se atrasaría considerablemente por lo que compró una salchicha con ketchup y mostaza en el kiosco que había a la salida y mientras la saboreaba miraba distraído los titulares de los diarios que había en unos paneles. Terminada su salchicha se dispuso a emprender el regreso.

Abrió la puerta de casa a las 13:50; estaba cansado y hambriento. Por cuestiones de tiempo, el sábado la cena se convertía en almuerzo, y al revés. Tomó su sopa, dejó todo en orden, incluso las compras, y se fue a dormir la siesta. Un insistente ruido lo despertó: era el teléfono. Lo inusual del acontecimiento lo confundió y tuvo que pensar un poco para acordarse dónde estaba el aparato: ¡en la cocina!  Abuelo, ¿cómo está el tiempo por esos lados? Escuchó al otro lado de la línea. No le costó reconocer la voz de su nieto mayor, Falco. Aparte de que era la única persona que lo llamaba, sin contar los que llamaban para vender cosas que nunca compraba, Falco tenía un acento especial. Había crecido en Hamburgo junto a su madre alemana y cuando había terminado el “abitur” (instituto) quiso venir a Lund a estudiar ingeniería informática y aprovechar para conocer de más de cerca el país de su familia paterna. A Winston le gustaba el joven; tocaba a su puerta en cualquier momento distrayéndolo de sus quehaceres, pero no le importaba. Tomaban café acompañado con roscas de canela o algo que traía el mismo Falco. Una vez había aparecido con una novia, una atractiva morena de padres chilenos nacida en Lund que, para admiración de Winston, hablaba muy bien sueco para ser extranjera. Había sido Falco quien le había regalado su computador viejo y le había enseñado a usarlo. Al principio Winston tenía un poco de miedo, no entendía aquello de “navegar” por un espacio “virtual”, en realidad no acababa por entender,  pero gracias a la paciencia e insistencia del joven, le había encontrado el uso: la teoría nunca había sido su fuerte. Ahora, aparte de informarse diariamente sobre el clima mandaba e-mails al sitio del IMHS y a veces también escribía algunas líneas a sus dos hijos. Winston no era un hombre de discursos largos así que sólo escribía que estaba bien de salud y agregaba algún comentario relevante sobre el tiempo. Los hijos respondían más o menos en los mismos términos.

Ya debemos estar en los 9 más o menos, la máxima fue de 12 a las dos de la tarde, pero ya sabes, la temperatura va bajando después y ya son las cinco, respondió Winston mirando el reloj. Hay que andar abrigado, agregó, pensando que tal vez Falco andaba en la calle y lo estaba llamando de su celular. Acá está más o menos igual, pero en el corredor no hace falta andar abrigado, respondió el nieto, que alquilaba una habitación en un edificio para estudiantes. Te llamo porque quería invitarte a pasar el próximo fin de semana a Österlen, te recojo el viernes y te dejo sano y salvo en tu casa el domingo en la tarde, ¿qué te parece? Winston se quedó tieso. Una cosa era que Falco viniera un rato a compartir un café y otra era pasar con él tres días, seguidos y fuera de casa, encima. No sabía qué decir, sólo pudo titubear: ¿tres días? La última vez que había salido tantos días de casa había sido cuando sus hijos eran pequeños. Era verano y toda la familia había ido a pasar dos semanas a Landskrona, a casa de los padres de Ulrika; pero Winston no guardaba buenos recuerdos de esa experiencia. Habían dormido los cuatro en una habitación, salían todos los días y parecía que los chicos hacían más ruido que de costumbre. Al cabo de tres días no soportó más tanto ajetreo y regresó a casa dejando al resto de la familia terminar sus vacaciones. Sí, respondió el joven entusiasmado, ¿no te parece fantástico?, podemos pasar por Ystad, la tierra de Wallander. ¿Y dónde nos quedaremos las dos noches? preguntó Winston en un hilo de voz. Hay un hostal muy bueno cerca de Simrishamn, nada de televisores ni computadores, quiso tranquilizarlo Falco, pero consiguió el efecto contrario. ¿Un hostal aislado? balbuceó Winston en voz tan baja que tuvo que repetir la pregunta. Claro, tendremos todo el tiempo del mundo para estar juntos y conocer esa zona de la que tanto hablan, escuchó decir a Falco. Más de 50 horas juntos, calculó Winston y le entró el pánico. ¿Cómo sabría qué ponerse si estaría aislado, sin posibilidad de chequear el pronóstico? ¿Y si se resfriaba por andar desabrigado? Estas y muchas otras preguntas pasaron por su cabeza pero no le salía la voz por lo que Falco entendió que el abuelo estaba emocionado con su invitación. Entonces te paso a buscar el viernes a eso de las 10, concluyó y cortó.

Winston nunca había estado en Österlen, una zona turística a orillas del Mar Báltico con muchos pueblitos pintorescos para ver; pero eso era en verano.¿Qué harían allí en otoño? ¡Qué locuras se le ocurrían al nieto!, seguramente influencia de su sangre alemana. Mientras se imaginaba paseando a orillas del mar y defendiéndose del frío un dolor de cabeza empezó a apoderarse de sus pensamientos. Se dejó caer en el sillón de la sala intentando calmarse, pero al cabo de unos minutos no sólo le dolía intensamente la cabeza sino que sentía tal palpitación en las sienes que se sintió obligado a tomar una aspirina, algo que sólo hacía en casos extremos. Winston era contrario al consumo de medicinas, muy pocas veces había ido al médico en su vida; no les creía nada. El llamado de Falco lo había perturbado a tal manera que se le pasó la hora de la cena. Reaccionó una hora más tarde y en vez de prepararse los tallarines con salsa de tomates que tenía planeado comió solamente las dos rodajas de pan negro con mantequilla y queso y se le olvidó chequear el pronóstico. Medio sonámbulo regresó a la sala y encendió el televisor a la espera del noticiero. Pasaron las noticias internacionales, las nacionales, el deporte y las locales sin que registrara nada; cuando llegó el tiempo revivió y escuchó con atención. No alcanzaba a buscar la hoja, de modo que tuvo que confiar en su buena memoria y apenas terminado el programa se fue a la cocina a revisar el pronóstico por última vez. Anotó una baja drástica de la mínima y de la máxima: 4 y 10, será un día frío, pero al menos faltaba para llegar a cero, se dijo esperanzado y sin darse cuenta se encontró sacándose la ropa y poniéndose el pijamas.

Se metió en la cama y apagó de inmediato la luz. Esta vez el momento de dejarse atrapar por el sueño le pareció eterno, la invitación del nieto no dejaba de darle vueltas en la cabeza. Cuando sonó el despertador al día siguiente se sentía cansado. Se quedó en la cama un rato más de lo acostumbrado antes de levantarse. En el desayuno comprobó que pese a todo había acertado con su pronóstico, lo cual siempre le daba satisfacción. Ese domingo la humedad alcanzó un 98 por ciento y una persistente lluvia no paró en todo el día; el golpeteo monótono del agua golpeando los vidrios parecían repetir incansablemente: Österlen, Österlen. No pudo concentrarse mucho en nada ese día y estuvo inapetente. A la mañana siguiente amaneció con síntomas de resfrío. En vez del café recalentado después del almuerzo se preparó un té con limón y anduvo con una bufanda todo el día. Varias veces controló la temperatura del termómetro de la cocina y el que tenía en su habitación en busca de variaciones drásticas que pudieran haber causado su malestar incipiente. No encontró nada, los dos marcaban invariablemente 24 grados.

Al otro día amaneció peor que el anterior y para colmo, la temperatura seguía bajando; la lluvia había amainado pero había escarcha en la ventana a la hora del desayuno. Se sintió mareado y caliente, se tomó la temperatura y vio con alarma que el mercurio del tubo se detenía en los 38 grados. ¡Estoy enfermo! Ninguna precaución funciona cuando el frío arremete, pensó con amargura. Pasó el martes bien desganado, durmió largamente en el sofá después del almuerzo y apenas estuvo en el rincón de los botes. Lo que no dejó de hacer fue el análisis del tiempo, con mayor razón ahora. En su estado veía muy improbable que el viaje a Österlen se realizara, idea que era como un remanso de paz en medio de la catástrofe. El miércoles, después del desayuno, para borrar todo asomo de duda se tomó la temperatura con el termómetro clínico y el digital: ambos marcaron 38,5. Era un hecho, no podía viajar el fin de semana. Se fue a la cocina, buscó en la libreta con números de teléfonos el del nieto y llamó. Siento decepcionarte Falco, pero no podré acompañarte a Österlen. Tengo un resfrío con fiebre alta, por lo que con seguridad no podré salir de casa al menos en una semana, dijo con voz casi apesadumbrada. Ya sabes, los viejos nos resfriamos con poco, agregó para dar más peso a sus palabras. Qué lástima, escuchó decir al nieto, pero entiendo perfectamente. Cuídate abuelo, te voy a ver uno de estos días. Al colgar sintió un gran alivio, comió con apetito y pasó la jornada de la construcción de botes sin cansarse, más bien con entusiasmo. Al otro día ya estaba mejor, la fiebre había bajado a 37 y sus malestares ya eran casi inexistentes. La temperatura exterior seguía bajando y lo peor es que el viento silbaba fuerte y doblaba los árboles hasta hacerlos tocar el piso. El invierno se venía duro. El viernes estaba completamente recuperado: despertó muy animado a las 7:30, tomó desayuno, estudió meticulosamente el pronóstico del tiempo, anotó febrilmente, ordenó su dormitorio, preparó su almuerzo, bebió café recalentado acompañado de su rosca de canela, terminó un “Trålare”, un bote pesquero de 46 centímetros de largo por 35 de alto y 13 de ancho color azul cielo por el que había pagado 825 coronas, una pequeña fortuna.

Viendo que su recuperación había sido milagrosamente rápida y que al final del viernes se sentía totalmente recuperado decidió ir a Eslöv al día siguiente a hacer sus compras. Puso ropa limpia en la silla del baño y se metió en la cama. El sueño lo invadió casi de inmediato.




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