R E L A T O S


EL RINCÓN DEL PIANO

(Abril, 2012)


Desperté en el sofá largo de la sala; estaba vestida y cubierta con una manta color mantequilla. No sabía cuánto tiempo había dormido. Salvo un rayo de luz que se colaba por una ventana y quedaba clavado en el muro opuesto, todo era penumbras.

Sin moverme me di cuenta de que mi madre estaba en el sillón de al lado tejiendo.  Se escuchaba apenas el chocar de los palillos y algo más lejos alguien que tocaba el piano. Estiré un poco los pies y el ruido al rozar de la ropa la hizo reaccionar. ¿Has logrado descansar? preguntó con voz tranquila, como para no asustarme. Vi que te habías quedado dormida y te puse la manta para que no te enfriaras, me explicó al ver que miraba con cierta extrañeza la manta que solía estar doblada sobre una banqueta al lado del sofá. No solía dormir siesta porque despertaba mareada y luego no sabía qué hacer lo que quedaba del día, pero esta vez no había podido controlar el cansancio y me había tirado sobre el sofá un rato, a ver si me despejaba. Hacía días que andaba como a media máquina, con chispazos de energía pero la mayor parte del día medio sonámbula. Una fuerte infección en una muela del juicio me tenía medio atontada con medicamentos y pastillas contra los dolores;  no lograba un día entero en paz desde hacía más de una semana.

No estoy segura, respondí sin moverme. Su rostro era tranquilo y esbozaba una cálida sonrisa, mientras tejía sin mirar lo que iba haciendo. Siempre había admirado su capacidad de tejer muy rápido sin mirar cada punto: dominaba totalmente ese arte. ¿Qué tejes? Pregunté. Tejo un gorro para ti, respondió. Hace unos días comentaste que te gustaría tener uno color magenta, ¿recuerdas? Bueno, estoy en eso; no tomará mucho tiempo. Ya verás que te va a gustar, siguió para animarme. Recordaba haber comprado lana de ese color hacía una semana, cuando en el colmo de mis molestias, fui de urgencia al dentista. Solía comprar lana en una tiendita que casualmente quedaba muy cerca del consultorio y, como iba a la ciudad muy pocas veces, había aprovechado para hacer algunas compras.

¿Quién toca el piano? pregunté recordando la melodía, pero sin poder identificarla. Es Claudio Arrau tocando el preludio 24, opus 28 de Chopin, me gusta esta interpretación, respondió.  ¿No es una de las piezas que solías tocar en la casa grande?, le pregunté rozando su rodilla con mi mano derecha para no sobresaltarla y causar equivocaciones en su tejido. ¿Te acuerdas? No pensé que te dieras cuenta de lo que tocaba, respondió asombrada.

Claro que me acordaba. Cada tarde, después de haber trabajado todo el día en cuestiones domésticas que detestaba, mi madre se permitía el placer de unos momentos en lo que ella amaba: la música y su piano. Había tomado clases con las monjas en el colegio donde estudiaba sus primeros años y, al cumplir los diez, el abuelo le había regalado un hermoso piano Mendelssohn. Vi muchas veces ese piano cuando íbamos a visitar a mis abuelos: su color marrón dejaba ver vetas de la madera y tenía partes talladas; el taburete, de forma circular, tenía el contorno de madera y el centro de cuero repujado; con toda seguridad debió haber sido el objeto más caro de la casa.  La alegría infinita de mi madre fue compartida por el abuelo, que además de tocar el piano, tocaba el violín y el arpa. Se divertían tocando juntos y separados, y escuchaban música clásica cada minuto que compartían. Así había desarrollado mi madre su oído musical y podía reconocer cualquier pieza y autor a los pocos compases, algo que yo envidiaba sanamente. Era la única en su familia que había desarrollado ese talento. Ella había tratado de guiarme por el mismo camino, pero yo me había ido por el lado de Los Beatles y otros grupos populares que hoy sólo los nostálgicos recuerdan.

Al casarse no le habían permitido llevarse su piano, algo que siempre la había entristecido. Doce años después mi padre le había regalado un Blüthner, al parecer más moderno que el anterior pero precedido de buena fama. La llegada del piano había sido todo un acontecimiento para ella. Desde que habían empezado la búsqueda del instrumento mi madre sabía cuál sería su lugar en casa: el rincón de la sala separado por una arcada; eso le daría independencia y en invierno podía estar cerca de la chimenea. Sobre el piano estaba Pedrito, un busto de porcelana blanca de un joven con sombrero, que mi madre había heredado de su padre, y queolía estar sobre el otro piano. Después de tantos años sin tocar, era comprensible que hubiera perdido agilidad, algo que ella lamentaba profundamente, pero a mí me parecía que lo hacía perfecto. A veces me sentaba en la mecedora que había a un costado del piano y la escuchaba tocar; ella se ponía contenta.

Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que toqué el piano, seguro que ya no me sale ni una escala sin equivocarme, suspiró con nostalgia. Las monjas querían que fuera concertista, pero tu abuela temía que eso significara tener que ir a estudiar a otro país y no quiso que siguiera con las clases. Luego seguí sola, con la guía de tu abuelo; pero claro, mi carrera de concertista se esfumó, recordó  sin resentimiento en la voz. El Blüthner había dejado el rincón de la casa grande para acomodarse en la sala de un moderno departamento al que mi madre se había mudado después de que los hijos habían formado sus propias familias y mi padre, en el concepto más trillado de la infidelidad,  la había dejado por una de sus secretarias, un poco más joven pero ni la sombra de lo que era mi madre. En la soledad de su nuevo apartamento solía tocar de vez en cuando, hasta que el piano y ella se quedaron mudos.

Al sentir que se me escapaba un suspiro dejó un momento su tejido y acarició mi pelo. Te ves cansada hija, duerme un poco más, yo estaré aquí a tu lado hasta que estés bien, susurró. Arrau seguía tocando preludios mientras el rayo de luz de la pared se iba apagando hasta quedar todo negro. Cerré los ojos mientras seguía escuchando el piano y el choque de los palillos. Poco a poco también esos sonidos se fueron apagando hasta quedar todo en silencio. Al abrir los ojos el dolor había cedido y ya me sentía mejor. Los primeros rayos del día alumbraban débilmente la sala. Miré hacia el sillón de al lado y vi un gorro de lana color magenta y un par de palillos. Sobre la mesa había una caja con una colección de discos de Chopin y un busto de porcelana blanca de un joven con sombrero. El tocadiscos estaba apagado.