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LA COPA DE CRISTAL |
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Levanté la vista del libro que estaba leyendo y volví la cabeza hacia el otro lado de la sala. En el rincón de lectura junto a una ventana había un joven de cabellos rubio-rojizos sentado cómodamente en un sillón de cuero reclinable color tabaco.Descansaba los pies en un taburete del mismo color y material que el sillón. Estaba vestido con una camisa escocesa azul abotonada hasta la mitad, un pantalón de gimnasia gris y calcetines de lana de distintos colores. A su lado había un par de chinelas y una botella de agua mineral de la que bebía directamente de tanto en tanto. Mirándolo con detención me di cuenta que debía ser muy alto y delgado, pese a que tenía hombros de nadador. Un par de gafas pequeñas montadas sobre una nariz aguileña dejaban adivinar ojos azul-claros; un fino bigote enmarcaba sus labios que mordía persistentemente y una barba recortada y delgada le rodeaba su prominente mentón. Una lámpara de pie alumbraba directamente el libro que leía y en el que hacía anotaciones rápidas: parecía no notar mi presencia. Nos separaba una chimenea cargada con leños de abedul que emitían ráfagas de color anaranjado cuyo ardor iluminaban intermintentemente el salón. Se percibía el ambiente de una tradicional casita de campo del siglo XIX. Sorprendida, me pregunté quién sería el joven, de dónde habría venido. Me intrigaba su actitud tan relajada, parecía ser parte del entorno. ¿Cómo no lo había visto antes? Empecé a preocuparme. Algo asustada aparté la vista de esa imagen perturbadora; ¿cómo reaccionaría si se diera cuenta de mi insistente mirada? Aunque, a lo mejor era yo la recién aparecida; pero en ese caso, ¿de dónde vendría yo? ¿Cómo había aparecido en la sala? ¿Cómo reaccionaría el joven si me viera aquí sentada en un sillón reclinable color mantequilla al otro lado de la sala, leyendo? Bebí de mi café como para despejarme y tener más claridad para entender lo que estaba viviendo. Mi mente seguía en blanco. De pronto el joven cerró el libro, se desperezó y se levantó de un golpe. Al verlo de pie confirmé mi impresión sobre su altur: le faltaban unos 20 centímetros para tocar el techo con la cabeza, pero claro, la altura de la casa parecía menor que la normal. Murmuró unas palabras que no entendí y desapareció de la sala. ¿Regresaría? Pasaron cinco minutos y, al no escuchar pasos ni ruidos, me atreví a levantarme del sillón y sigilosamente dirigí mis pasos hacia el otro lado de la sala. Allí estaban las chancletas y la botella de agua mineral, tal como había visto hacía un momento. Con gran cautela tomé el libro que el joven había dejado sobre la mesita que estaba a un lado del sillón. ¡Era uno igual al que yo estaba leyendo! Abrí el libro nerviosamente y busqué las anotaciones por si me ayudaban a entender quién era el joven, pero casi en el mismo momento sentí el ruido de una puerta que se abría. Dejé el libro en el mismo lugar donde lo había encontrado y me apresuré a regresar a mi sillón sin haber conseguido leer una palabra. Me había quedado inmóvil para no hacer ruidos que llamaran su atención. El joven tomó el libro, lo abrió, lo volvió a cerrar y lo miró fijamente un rato largo. Yo ya no respiraba y mi corazón había dejado de latir: ¿se habría dado cuenta de que alguien había tomado su libro? Lo dejó nuevamente sobre la mesa y salió de la sala. Los calcetines de lana amortiguaban el ruido de sus pasos sobre el piso de madera pero pronto se sintió el correr del agua de una llave abierta llenando un recipiente, luego un sonido metálico y un chasquido. El joven tarareaba una canción que no logré reconocer mientras se sentía el sonido del abrir de un estante y el hurgar entre vajilla. El agua empezó a dar ruidosas señales de estar hirviendo pero se silenció súbitamente, luego sentí el sonido que hace el agua al llenar una taza y una cucharilla tocando los bordes. El joven apareció con el rostro sonriente y una taza humeante que desprendía olor a café recién hecho en su mano derecha; en la izquierda traía un platillo con galletitas. Esta vez no me había atrevido a levantarme del sillón. No lograba salir de mi asombro y un extraño temor de ser descubierta me paralizaba. Si era un intruso y se enfureía al verme, ¿cómo justificaría mi presencia en la sala? O, en realidad, ¿no sería él quien debería aclarar qué hacía en el rincón de lectura? Inexplicablemente el joven seguía ignorando mi presencia. Se acomodó nuevamente en el sillón y tomó el libro. Leía, anotaba, sorbía su café y de vez en cuando tomaba una galletita que saboreaba lentamente. Lo imité retomando la lectura de mi libro y bebiendo de mi café, que para entonces estaba frío. A diferencia del joven, yo no anotaba nada, sólo seguía distraída la historia del libro. Sin saber cómo, me quedé dormida con el libro entre las manos. Desperté bruscamente no sé cuántas horas o minutos después. El joven también se había quedado dormido y el ruido estrepitoso ocasionado por su libro al caer al suelo es lo que seguramente me había despertado. El lápiz con el que lo había visto anotar también había ido a parar al suelo. Sin embargo él parecía dormir plácidamente, el ruido no había interrumpido su sueño, y viendo que no se movía durante un largo rato tomé la decisión de acercarme. Yo también tenía calcetines de lana de modo que mis pasos eran tan silenciosos como los suyos. La taza, puesta sobre un montón de libros, estaba vacía y lamenté que en el platillo sólo quedaran unas pocas migajas de las galletitas así es que tuve que contentarme con imaginar cómo sabrían. Al lado del platillo y sobre la fotografía en blanco y negro de una mujer de cabello largo había una copa de cristal que no había advertido anteriormente. Me dediqué un par de minutos a observar al joven. Se podía sentir su acompasada respiración; su rostro totalmente relajado me pareció más atractivo que en mi primera impresión; tenía una mano sobre el pecho y la otra colgando, seguramente la que había sostenido el libro. De su boca entre abierta salía un ronquido apagado, más que dormido parecía en estado de inconsciencia anestésica. Si abriera los ojos mis días terminarían en ese mismo instante pensé atemorizada y para asegurarme de que dormía le toqué suavemente un hombro: no reaccionó. Recogí el libro del suelo y más tranquila, aunque sin dejar de vigilar al joven, me dispuse a leer. Para mi asombro el libro era un cuaderno empastado que tenía anotaciones con una grafía apenas legible. Con grandes dificultades empecé a descifrar: “levanté la vista del libro que estaba leyendo y volví la cabeza hacia el otro lado de la sala. En el rincón de lectura junto a una ventana había una mujer de cabello color castaño oscuro mayor que yo cómodamente sentada en un sillón de cuero reclinable color tabaco. Descansaba los pies en un taburete del mismo color y material que el sillón. Estaba vestida completamente de negro, con excepción de calcetines de lana de distintos colores”. A medida que iba leyendo mi estupor iba en aumento. Me entró un extraño desasosiego, detuve la lectura un segundo para tomar aire y continué descifrando: “a su lado había un par de chanelas y una botella de agua mineral con la que llenaba una copa de cristal de tanto en tanto. Mirándola con detención me di cuenta que era de contextura media y de estatura más bien baja. Un par de gafas pequeñas ocultaban un hermoso par de ojos del color de su larga cabellera, tenía rostro ovalado, nariz recta y labios bien formados. Una lámpara de pie alumbraba directamente el libro que leía y en el que hacía anotaciones rápidas: parecía no notar mi presencia”. Un espasmo dominó mi cuerpo; miré la foto sobre la que reposaba la copa: la mujer de la imagen era la que él había estado describiendo. Levanté la vista y vi reflejado en la ventana el rostro de la mujer del relato. El joven seguía durmiendo.
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